LA HERMOSA HIJA DEL VERDUGO | un cuento de Angela Carter

Aquí estamos en lo más elevado del altiplano.

Una torva cuasi-música, la de las desafinadas cadencias de una orquesta inculta percutiendo en una agonía extática de ecos contra las paredes resonantes de las montañas, nos guio hasta la plaza de la aldea donde los descubrimos tañendo, punteando y maltratando con arcos de crin una gran variedad de toscos instrumentos de cuerdas. Nuestros pies crujían sobre secos y susurrantes serrines movedizos recién esparcidos por las superficies salpicadas de años de serrín apelmazado, aquí y allá, con sangre derramada tanto tiempo atrás que había adquirido el color y textura de la herrumbre… tristes, ominosas manchas, un peligro, una amenaza, memoriales de dolor.

No hay luminosidad en la atmósfera. Hoy el sol no baña a los protagonistas del oscuro espectáculo al que nos invitaron la casualidad y la disonancia combinadas. Aquí, donde el aire se atraganta todo el día con una temblorosa humedad difusa, interminablemente a punto de tornarse en lluvia, la luz cae como filtrada a través de muselina de manera que a todas horas prevalece un fulgor crepuscular; parece que el cielo esté al borde del llanto y por eso, sombríamente iluminado por lágrimas no derramadas, el tableau vivant que presenciamos se impregna de los tintes sepia de una fotografía vieja y nada se mueve ahí. La inmovilidad deliberada de los espectadores, enteramente absortos como están en la representación de su hierático ritual, apenas iguala a la de las cosas vivas, y dicho tableau vivant más bien podría denominarse nature morte, puesto que este carnaval sin alegría es celebración de una muerte. Los ojos, cuyos blancos son amarillentos, están todos fijos, como amarrados con cuerdas tensas e invisibles, en un bloque de madera lacado de negro con los rocíos vertidos por un milenio de víctimas.

Y ahora la rústica orquestina suspende su música inarmónica. Esta muerte debe concluir en el silencio más rotundo. Los salvajes montañeses se han reunido para presenciar una ejecución pública; éste es el único entretenimiento que ofrece el campo.

El tiempo, suspendido como la lluvia, reemprende la marcha en silencio, despacio.

Una quietud pesada ordena todos sus movimientos, el mismísimo verdugo adopta una pose ofensivamente heroica junto al bloque, como si llevar a cabo la cosa con dignidad fuese el único motivo para llevarla a cabo. Coloca el pie enfundado en una bota sobre el altar repelente y sacrificial, el lienzo –para él– en el que ejecuta su arte, y en la mano su herramienta, el hacha.

El verdugo mide casi dos metros de altura y es bien corpulento; los alfeñiques torcidos de los aldeanos levantan la mirada hacia él con recogimiento y temor. Viste siempre de luto y siempre lleva una curiosa máscara. Se trata de una máscara de cuero flexible y ajustada teñida totalmente de negro y que oculta el pelo y la parte superior de la cara salvo por dos estrechas ranuras por las que se asoman dos miradas gemelas de unos ojos tan inexpresivos como si formasen parte de la máscara. La máscara deja a la vista únicamente los labios planos, una boca roja oscura y la carne grisácea que la rodea. Expuestas de una manera tan desconcertante, estas porciones de carne no satisfacen las expectativas derivadas de nuestro habitual conocimiento de los rostros. Tienen una cualidad de obscena crudeza, como si, en cierto modo, la parte inferior de la cara hubiese sido desollada. Él, el carnicero, se estaría exponiendo a sí mismo, como si fuese su propia carne. Con el correr de los años, la sustancia ajustada a medida de la máscara se ha asimilado de tal manera con la estructura primitiva de su cara que la cara en sí detenta ahora un aspecto multicolor, como dual por naturaleza, y esta cara ya no pertenece al ámbito de lo humano, como si al ponerse por primera vez la máscara hubiese borrado su cara original y de esta manera se hubiese desfigurado para siempre. Porque la capucha del oficio convierte al verdugo en un objeto. Se ha convertido en un objeto que castiga. Es un instrumento de terror. Es la imagen de la pena merecida. Nadie recuerda por qué se concibió la máscara ni quién la concibió. Tal vez algún alma caritativa de la antigüedad adoptó el avío ocultador para evitarle al que aguardase en el bloque la visión de una cara demasiado humana en los últimos instantes de la agonía; o tal vez los orígenes del artefacto residan en una relación mágica con la negrura de la negación –eso suponiendo que la negación sea de color negro–. Aunque el verdugo no se atreve a quitarse la máscara por si acaso, en un espejo inesperado, o al reflejarse por accidente en un charco de agua estancada, sorprende su auténtico rostro. Y es que, en tal caso, se moriría de pavor. La víctima se arrodilla. Es delgado, pálido y elegante. Tiene veinte años. La muchedumbre silenciosa del patio se estremece a causa de la expectación compartida; los rasgos enmarañados de todos se tuercen en una misma sonrisa aviesa. Ni un ruido, casi ningún ruido perturba el aire húmedo, sólo la sombra de un ruido, un sollozo lejano que bien podría ser el ulular del viento entre los pinos achaparrados. La víctima se arrodilla y coloca el cuello encima del bloque. Lentamente, el verdugo levanta el acero reluciente. El hacha cae. Se cercena la carne. La cabeza rueda. La carne escindida pone en marcha sus fuentes. Los espectadores se estremecen, gruñen y jadean. Y ahora la  orquestina comienza a serrar sus cuerdas de nuevo mientras un coro de vírgenes raquíticas, emitiendo los chirriantes berridos que en estas regiones pasan por canción, entonan un réquiem bárbaro titulado Aviso temeroso ante el espectáculo de una decapitación. El verdugo ha decapitado a su propio hijo por cometer incesto en el cuerpo de su hermana, la hermosa hija del verdugo, en cuyas mejillas brotan las únicas rosas de este altiplano.

Gretchen ya no duerme profundamente. Después del día en que la cabeza decapitada de aquél rodó por el serrín ensangrentado, su hermano pedalea en una bicicleta perpetua en sus sueños aun cuando la pobre niña se escabulló sin que la viesen, sola, para recoger la conmovedora, húmeda, barbada fresa, la reliquia que de él quedó, y se la llevó a casa para enterrarla junto al corral antes de que los perros se la comiesen. Pero por más que restregó su pequeño delantal blanco contra las piedras del río no fue capaz de sacar las manchas que asolaron la trama y el tejido de la tela como fantasmas rosáceos de un preciosísimo fruto. Cada mañana, cuando sale a recoger huevos listos para el desayuno del padre, riega con sentidas aunque inútiles lágrimas la tierra removida bajo la cual se pudren los sesos de su hermano mientras las gallinas picotean y cloquean indiferentes a sus pies.

Este país está situado a tal altitud que el agua nunca hierve, por engañosamente que burbujeé en la cazuela, de manera que los huevos duros siempre están crudos. El verdugo insiste en que la tortilla de su desayuno se prepare sólo con aquellos huevos cuyos pollitos estén a punto de nacer, y, bien temprano a las ocho, se come con deleite una amarilla y emplumada tortilla sutilmente aderezada con uñas. Gretchen, la hija impresionable, a menudo pega un bote y empieza a oír el cloqueo desbaratado de un pico todavía gélido, apenas calcificado, a punto de ser tragado con chisporroteante mantequilla, pero su padre, cuya palabra es la ley porque jamás se despoja de la máscara de cuero, no se va a comer un huevo que no tenga dentro un pájaro naciente. Es ése su gusto. En este país, sólo el verdugo puede permitirse sus perversidades. En lo alto de las montañas, ¡qué humedad y qué frío! Los vientos helados soplan leves rachas de lluvia a través de estos picos casi perpendiculares; el bosque de abetos y pinos que el lobo acecha y que cubre las laderas más bajas es un conjunto de arboledas que sólo sirven para devaneos satánicos de un sabbat universal, y una neblina hostigadora permea la aldea desolada y anémica, tan enraizada hasta la fecha en cielos  cotidianos que un recién llegado tal vez, al principio, apenas haría otra cosa que resollar y jadear en medio de este aire escasísimo donde los haya. Los recién llegados, no obstante, son una aparición menos frecuente que los meteoritos o los rayos; las aldeas no susurran bienvenida alguna. Hasta las paredes de las casas toscamente construidas exudan desconfianza. Están hechas de losas de piedra y no tienen ninguna ventana por la que mirar al exterior. Un orificio mal hecho en el tejado plano expele un puñado de escasas bocanadas de humo doméstico y sólo se logra penetrar con la mayor de las dificultades, por medio de puertas bajas y estrechas, grietas en el granito, de manera que cada casa presenta a la vista una cara tan desprovista de rasgos como la de los demonios orientales cuyo anonimato no se veía echado a perder por algo tan ordinario como las máculas de un ojo, una nariz o una boca. En estas feas y poco complacientes madrigueras, hombre y animal doméstico –cabra, buey, cerdo, perro– participan de idénticos derechos de apiñamiento junto a las humosas y desarregladas chimeneas, aunque los perros acostumbran a contraer la rabia y se lanzan como trombas de agua por las calles llenas de socavones.

Los habitantes son una camada rechoncha y taciturna con una malevolencia crónica que emana de gran variedad de causas provenientes tanto del entorno como de su propia constitución. Todos tienen en común un semblante genérico y nada atractivo. Sus caras tienen el aspecto flácido, plano, deshuesado de un esquimal, y los ojos son fisuras opacas, ya que no cuentan con párpados que les sirvan de capota, sólo la piel distendida de la grey mongol. Sus miradas reptilianas hacen gala de una intensidad ni por asomo íntima, y sus sonrisas son de una perversidad tan peculiar que hay que darles gracias por que rara vez sonrían. Se les pudren los dientes de muy jóvenes.

Los hombres, en particular, son monstruosamente hirsutos tanto por la cabeza como por el cuerpo. El pelo, de un negro purpúreo monótono y uniforme, encanece tendiendo al tono de las cenizas extintas. Las mujeres están constituidas más para la duración que para el deleite. Dado que todos andan siempre descalzos, las palmas de los pies desarrollan una consistencia intensificada de cuerno desde la más tierna infancia y a las mujeres, que desempeñan todas las tareas que exige su primitiva agricultura, se les ponen unos antebrazos del tamaño y el grosor de calabacines, mientras que las manos van adquiriendo una forma pronunciada de pala hasta que parecen, llegadas a la madurez, recios bieldos de cinco puntas. Todos, sin excepción, son mugrientos y piojosos. Las cabezas peludas y las zonas púbicas laten y palpitan con las convulsiones ciegas de las ladillas. El impétigo, la tiña y la sarna están tan a la orden del día entre ellos que nadie se fija si- quiera, y la carne entre los dedos de los pies se les empieza a descomponer muy pronto. Sufren dolencias crónicas del ano a causa de su dieta bárbara: gachas aguadas, cerveza agria, carne apenas chamuscada por los fríos fuegos de las tierras altas, queso de cabra acidulado y empapuzado pan de cebada por flatulento acompañamiento. Tales vituallas no pueden sino contribuir efectivamente a los trastornos que han impuesto la atmósfera general de maligna inquietud que constituye su característica más inmediatamente distintiva.

En este museo de enfermedades, la belleza color pastel de Gretchen, la hija del verdugo, es más llamativa si cabe. Las trenzas blondas se mecen sobre sus pechos cuando va a recoger de los nidos los huevos en granazón.

Los días de estas gentes son amortajadas simas de mustio bregar manual, y las noches son grietas húmedas, heladas, negras y palpitantes, preñadas de las compulsiones más asquerosas, noches dedicadas únicamente a fantasear con deseos inefables concebidos tortuosamente por sensibilidades mortificadas habitualmente carcomidas hasta la supuración por las negras ratas de la superstición mientras los dientes de aguja de la escarcha corroen sus cuerpos.

De poder, lo que harían sería representar ciclos wagnerianos enteros de maldad operística y transformar alegremente las aldeas en escenarios sobre los que auténticas monstruosidades del Grand Guignol podrían ser representadas en todos y cada uno de sus atroces detalles. Ninguna fea parodia de los deleites de la carne les sería ajena… otra cosa no sabrán, pero sí cómo suceden estas cosas. Tienen una capacidad inagotable para el pecado, pero la ignorancia frustra sus intentos de forma inexorable. No saben qué es lo que desean, de modo que sus lujurias existen en un limbo indefinido, in potentia para siempre. Ansían apasionadamente la depravación más deplorable, pero no poseen la noción concreta del fetiche más elemental siquiera, su carne atormentada es traicionada a perpetuidad por la pobreza de su imaginación y las limitaciones de su vocabulario, pues ¿cómo transmitiría uno estas cosas en una lengua compuesta sólo de toscos gruñidos y gañidos que sirven para dar a entender, por ejemplo, los progresos de la cerda de la familia alumbrando? Y dado que sus vicios son, en un sentido literal de la palabra, inefables, sus secretos y furiosos deseos continúan siendo, al cabo, misteriosos hasta para ellos mismos y los contienen únicament en el territorio de la pura sensación, o del sentimiento indefinido como pensamiento o acción y, por lo tanto, descontrolado por definición. Así que sus deseos son infinitos, aunque, en términos reales, salvo bajo la forma de una punzada de prturbación, dichos deseos apenas puede decirse que existan.

Sus vidas están dominadas por un folclore tan pintoresco como homicida. Castas rígidas y hereditarias de hechiceros, brujos, chamanes y practicantes de lo oculto proliferan entre estos incultos montañeses, y el culmen del poder esotérico reside, por lo visto, en la persona del mismísimo rey. Pero esta percepción es engañosa. Este gobernante nominal es en realidad el más miserable de los pordioseros de su zarrapastroso reino. Heredero de los bárbaros, está despojado de todo salvo de la idea de una omnipotencia expresada de sobra mediante la inmovilidad. Se pasa el día entero, desde que accedió al trono, colgado del tobillo derecho de una anilla de hierro colocada en el tejado de una cabaña de piedra. Una cinta bien sólida lo ata al techo y queda sostenido malamente en una postura precaria, pero absoluta, sancionada por el ritual y la memoria por la muñeca izquierda, que está enganchada en una posición similar con cinta a otra anilla de hierro pegada con cemento al suelo. Aguanta quieto como si lo hubiesen hundido en un pozo petrificado y jamás pronuncia una sola palabra porque ha olvidado cómo se habla.

Todos creen implícitamente estar condenados. Circula entre ellos un cuento popular, el que sigue: que la tribu fue desterrada originalmente de una región más alegre y próspera al deprimente lugar que habitan hoy, un lugar en el que sólo cabe la mortificación propia, después de hacerse aborrecer por sus antiguos vecinos a fuerza de practicar indiscriminadamente y con entusiasmo el incesto, hijo con padre, padre con hija, etcétera –todas las barrocas variaciones posibles a partir de la cuadrilla determinada del núcleo familiar–. En este país el incesto es un delito capital; el castigo por incesto es la decapitación.

A diario, sus mentes son aterrorizadas e iluminadas por los continuos gorigoris apocalípticos a propósito del fornicio entre hermanos, y sólo el propio verdugo, dado que no hay nadie que pueda cortarle la cabeza, se atreve, en la inmutable privacidad de su capucha de cuero, sobre su bloque salpicado de sangre, a hacerle el amor a su hermosa hija.

Gretchen, la única flor de las montañas, se recoge el delantal blanco y la falda a cuadros valseante para que no se doble ni se ensucie, pero ni siquiera en el último extremo del acto su padre se quita la máscara, porque ¿quién lo reconocería sin ella? El precio que paga por su posición es permanecer siempre encerrado en el solitario confinamiento de su poder.

Perpetra su inalienable derecho en el patio hediondo sobre el bloque donde tronchó la cabeza de su único hijo varón. Esa noche, Gretchen se encontró una serpiente dentro de su máquina de coser y, a pesar de no saber lo que era una bicicleta, montado en una bicicleta el hermano rodó y dio vueltas por sus agitados sueños hasta que cantó el gallo y allá que fue a por huevos.

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