AMOR Y VEJEZ |Una meditación de François de Chateaubriand

Traducción de: José Ramón Monreal


En una mujer hay una emanación de flor y de amor.

No parecía movida por los sonidos, sino que se asemejaba a la melodía misma vuelta visible y en el acto de cumplir sus propias leyes.

No, no soportaré nunca que entres en mi mísera casa. Me basta con reproducir en ella tu imagen, con envejecer como un insensato pensando en ti. ¿Qué pasaría si te sentaras sobre la estera que me sirve de yacija, si respiraras el aire que respiro yo de noche, si te viera en mi hogar, compañera de mi soledad, mientras cantas con esa voz que me enloquece y me lastima?

¿Cómo creer que esta vida salvaje podría bastarte por mucho tiempo? Dos hermosos jóvenes pueden estar encantados con las atenciones que se prodigan mutuamente; pero ¿qué harías tú de un viejo esclavo? De la noche a la mañana, y de la mañana a la noche, soportar la soledad conmigo, los furores de mis previsibles celos, mis largos silencios, mis melancolías inmotivadas y todos los caprichos de un carácter desgraciado que se desagrada a sí mismo y cree desagradar a los demás.

¿Y soportarías los juicios y las burlas de la gente? Si fuese rico, dirían que te compro y que tú te vendes, pues nadie sería capaz de aceptar que pudieras amarme. Si fuese pobre, se burlarían de tu amor, y lo convertirían en un objeto ridículo a tus propios ojos, te harían avergonzarte de tu elección. En cuanto a mí, me acusarían como de un delito de haber abusado de tu candidez, de tu juventud, de haberte aceptado o de haber abusado del estado de delirio (…) si te abandonases a los caprichos en los que a veces cae la imaginación de una joven.

Llegaría el día en que la mirada de un joven te sacaría de tu fatal error, pues los cambios y el asco llegan incluso entre los amantes de la misma edad. Entonces, ¿con qué ojos me verías, cuando apareciera ante ti bajo mi verdadera forma? Irías a purificarte entre unos brazos jóvenes después de la vergüenza de haber sido estrechada por los míos, pero ¿qué sería de mí? Tú me prometerías tu veneración, tu amistad, tu respeto, y cada una de estas palabras me rompería el corazón. Condenado a esconder mi doble ridículo, a tragarme las lágrimas que harían reír a quienes las vieran en mis ojos, a guardar en mí pecho mis lamentos, a morirme de celos, me imaginaría tus placeres. Me diría; “¡En este momento, mientras se muere de placer entre los brazos de otro, le repite esas tiernas palabras que me ha dicho a mí, mucho más sinceramente y con ese ardor pasional que no ha podido experimentar nunca conmigo!” Entonces, todos los tormentos del infierno embargarían mi alma y no podría aplacarlos sino cometiendo un crimen.

Y, sin embargo, ¿qué más injusto? De haberme dado algunos momentos de felicidad, ¿acaso me los debías? ¿Estabas obligada a entregarme toda tu juventud? ¿No era lógico que buscaras lo que armoniza con tu edad y esa correspondencia de edad y de belleza propia de tu naturaleza? ¿Te debería otra cosa que la más viva gratitud por haberte detenido un momento junto al viejo viajero? Todo ello es justo, verdadero, pero no cuentes con mi virtud. Si fueras mía, sólo tu muerte y la mía podrían alejarme de ti. Te perdonaría si fueses feliz con un ángel. Con un hombre, jamás.

No esperes poder engañarme. La amistad alimenta muchas más ilusiones que el amor, y son mucho más duraderas. La amistad se crea ídolos y los ve siempre tal como los ha creado. Vive con el corazón y el alma; la fidelidad le resulta algo natural, y se acrecienta con los años y a diario descubre nuevas prendas en el objeto de su predilección.

El amor se engaña a sí mismo; no te embriagues con él, pues la ebriedad pasa. No vive de poesía, no se alimenta de gloria, al descubrir, todos los días, que el ídolo que se creó pierde algo a sus ojos. Pronto ve los defectos y sólo el tiempo lo vuelve infiel al despojar al objeto que amó de sus encantos. El talento no devuelve lo que el tiempo borra. La gloria no rejuvenece sino nuestro nombre.


Como ves, aunque me entregara a una locura, no estaría seguro de amarte mañana. No creo en mí mismo. Me ignoro. Me devora la pasión y estoy dispuesto a [hacerme] apuñalar o a reír. Te adoro, pero dentro de un momento podría amar, más que a ti, al ruido del viento en esos peñascos, a una nube volandera, a una hoja que cae. Luego rogaré a Dios con lágrimas en los ojos, o invocaré la Nada. ¿Quieres colmarme de alegría? Haz una cosa. Sé mía, pero déjame traspasar tu corazón y beber toda tu sangre. Pues bien, ¿osas ahora aventurarte conmigo en esta Tebaida?

Sí me dices que me amarás como a un padre, me causarás horror; si pretendes amarme como una amante, no te creeré. En cada joven vería a un rival preferido. Tus respetos no harán sino hacerme sentir mis años; tus caricias me llevarán a abandonarme a los celos más insensatos.

¿Sabes que una sonrisa tuya podría mostrarme toda la profundidad de mis males como el rayo de sol que ilumina un abismo?

Objeto encantador, te adoro, pero no lo acepto. Ve a buscar al joven cuyos brazos pueden entrelazarse con gracia con los tuyos; pero no me lo digas.

¡Oh! no, no, no vengas a tentarme más. Piensa que has de sobrevivirme, que serás aún por mucho tiempo joven cuando yo ya no esté. Ayer, cuando estabas sentada conmigo sobre la piedra, cuando el viento en la copa de los pinos hacía oír el ruido del mar, a punto de sucumbir de amor y de melancolía, me decía: “¿Es mi mano lo bastante ligera para acariciar esta rubia melena? ¿Por qué marchitar con un beso unos labios que parecen abrirse para mí, para devolverme la juventud y la vida? ¿Qué puede amar en mí? Una quimera que la realidad hará desvanecerse.” Y, sin embargo, cuando reclinaste tu encantadora cabeza sobre mi hombro, cuando unas palabras embriagadoras salieron de tu boca, cuando te vi dispuesta a envolverme con tu belleza como con una guirnalda de flores, hizo falta todo el orgullo de mis años para vencer la voluptuosa tentación por la que me viste ruborizarme. Recuerda tan sólo los apasionados acentos que te hice oír y, cuando un día ames a un joven hermoso, pregúntate si él te habla como yo te hablaba y si su más grande amor podría compararse nunca con el mío. ¡Ah, qué importa! Dormirás en sus brazos, tus labios contra los suyos, tu pecho contra el suyo, y os despertaréis embriagados de delicias: ¡qué te importarán las palabras en el páramo!

No, no quiero que digas nunca al verme después de la hora de tu locura: ¡Cómo!, ¿éste es el hombre al que entregué mi juventud? Escucha, roguemos al cielo, tal vez obre un milagro. Me concederá juventud y belleza. Ven, amada mía, subamos a esa nube: que el viento nos lleve al cielo. Entonces, consentiré en ser tuyo. Te acordarás de mis besos, de mis abrazos ardientes, seré seductor en tu recuerdo y tú serás muy desdichada, porque seguramente ya no te amaré. Sí, es mi forma de ser. ¿Y acaso querrías ser abandonada por un viejo? Oh, no, joven encanto, ve al encuentro de tu destino.

Ve en busca de un amante digno de ti. Lloro lágrimas de hiel por tu pérdida. Quisiera devorar a aquel que posea semejante tesoro. Pero huye rodeada de mis deseos, de mis celos, de [palabra en blanco], y deja que me debata con el horror de mis años y el caos de mi naturaleza, en la que el cielo y el infierno, el odio y el amor, la indiferencia y la pasión se mezclan en espantosa confusión.


(…) ¿Cuánto duraría, si fuese cierto? El tiempo de estrecharte en mis brazos. La juventud lo embellece todo, incluso la desgracia. Fascina, mientras puede secar las lágrimas, a medida que corren por sus mejillas, con los bucles de una melena morena. Pero la vejez afea hasta la felicidad; en la desventura, es aún peor: unos pocos cabellos blancos en la calva cabeza de un hombre no son lo bastante largos para poder secar las lágrimas que caen de sus ojos.

Me has juzgado de forma vulgar; has pensado, al ver la turbación en que me pones, que me entregaría a hacerte soportar mis caricias. ¿Qué has logrado con ello? ¿Acaso me has convencido de que podría ser amado aún? No, has despertado el genio que me atormentó de joven, has renovado mis antiguos sufrimientos (…)

(…) envejecido en la tierra sin haber perdido nada de sus sueños, de sus locuras, de sus vagas tristezas, siempre en busca de aquello que no puede encontrar y obligado a añadir a sus antiguos males los desengaños de la experiencia, la soledad de los deseos, el hastío del corazón y la desventura de los años. Dime, ¿acaso no habré sugerido a los demonios, con mi persona, la idea de un suplicio que no habían invernado aún en la región de los dolores eternos?

Flor encantadora que no quiero coger, te dirijo estos últimos cantos de tristeza; los oirás sólo después ele mi muerte, cuando haya unido mi vida al haz de las liras rotas.

Antes de entrar en la sociedad, merodeaba a su alrededor. Ahora que he salido de ella, estoy igualmente al margen; viejo viajero sin asilo, veo volver a todos por la noche a casa, cerrar la puerta; veo al joven enamorado deslizarse en las tinieblas; y yo, sentado en el mojón, cuento las estrellas, sin fiarme de ninguna, y aguardo la aurora que no tiene ya nada nuevo que contarme y cuya juventud es una ofensa para mis cabellos.

Cuando me despierto antes de la aurora, me acuerdo de aquellos tiempos en que me levantaba para escribir a la mujer a la que había dejado unas horas antes. Apenas si veía lo bastante para escribir mis cartas al resplandor del alba. Le decía a la persona amada todas las delicias que había saboreado, todas las que esperaba aún; le hacía el plan de nuestra jornada, el lugar donde había de volver a encontrarla en algún paseo solitario, etcétera.

Ahora, cuando veo aparecer las primeras luces del día y, desde la estera de mi yacija, paseo la mirada por los árboles del bosque a través de mi rústica ventana, me pregunto por qué se alza el día para mí, qué tengo que hacer, qué alegría es posible para mí, y me veo de nuevo vagando solo como la jornada anterior, trepando a las peñas sin objeto, sin placer, sin hacerme ningún plan, sin tener un solo pensamiento, o bien sentado en un brezal, mirando cómo pacen algunos corderos o se abaten algunos cuervos sobre un campo arado. Vuelve la noche sin traerme una compañera; me duermo con pesados sueños, o velo con recuerdos inoportunos, para repetir al día que renace: “Sol, ¿por qué sales?”

(…) Hay que remontarse muy atrás en el tiempo para dar con el origen de mi suplicio, hay que retornar a esa aurora de mi juventud, cuando me creé un fantasma de mujer a la que adorar. Me agoté con esta criatura imaginaria, luego vinieron los amores reales con los que no alcancé nunca esa felicidad imaginaria cuya idea estaba en mi alma. He sabido lo que era vivir para una sola idea y con una sola idea, aislarse en un sentimiento, perder de vista el universo y poner la vida entera en una sonrisa, en una palabra, en una mirada. Pero incluso entonces una inquietud insoportable turbaba mis delicias. Me decía: “¿Me amará ella mañana como hoy?” Una palabra que no era pronunciada con tanto ardor como la víspera, una mirada distraída, una sonrisa dirigida a otro que no fuera yo, al instante me hacía desesperar de mi felicidad. Yo veía su final y, dado que me acusaba a mí mismo de mi desventura, no he tenido nunca el deseo de matar a mi rival o a la mujer cuyo amor veía extinguirse, sino siempre de matarme a mí mismo, y me consideraba culpable por no ser ya amado.

Relegado al desierto de mi vida, volvía a él con toda la poesía de mi desesperación. Trataba de descubrir por qué Dios me había traído a este mundo, y no conseguía comprenderlo. ¡Qué pequeño puesto ocupaba en este mundo! Aunque toda mi sangre se hubiera derramado en las soledades en las que me adentraba, ¿cuántas briznas de brezo habría manchado de rojo? Y mi alma, ¿qué era? Un dolorcillo desvanecido que se mezclaba con los vientos. ¿Y por qué todos estos mundos en torno a una criatura tan mísera, por qué ver tantas cosas?

Anduve errabundo por el globo, cambiando de lugar sin cambiar de ser, buscando siempre y sin encontrar nada. Vi pasar por delante de mí nuevas hechiceras; unas eran demasiado hermosas para mí, y no me habría atrevido a dirigirles la palabra, otras no me amaban. Y, sin embargo, mis días pasaban, y estaba espantado por su rapidez, y me decía: “¡Vamos, date prisa por ser feliz! Un día más, y ya no podrás ser amado.” El espectáculo de la felicidad de las nuevas generaciones que surgían en torno a mí me inspiraba los arrebatos de la envidia más negra; si hubiese podido anularlos, lo habría hecho con el placer de la venganza y de la desesperación.

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